lunes, 7 de julio de 2008

Desayunando entre melocotones


Se despertó en un día extraño e impar. El sol decidió salir muy poquito a poquito. Una luz grisácea iluminaba Barcelona. Sus habitantes medio moribundos con las lagañas pegadas a los ojos y con las marcas de las sábanas en las mejillas se disponían a empezar un nuevo día. Ella que decidió ser madre por amor y no por miedo a quedarse sola, se dio cuenta que la maternidad llegó cuando el amor hacia las maletas.

La naturaleza, pensó, es extraña. Quiere que nos reproduzcamos a toda costa. No importa el precio a pagar. La fémina que se joda. Vino al mundo a sufrir y parir. El macho, a joder, que vino al mundo a dejar huella. Cogió un melocotón y lo mordió. Sintió en su vientre un pinchazo agudo. El bebé. Sabe de antemano la clase de vida que le espera ahí fuera. Lo acarició con dulzura. Se calmó. Volvió a mirar el cielo. Ese gris blanco que ciega los ojos, las esperanzas y las alegrías típicas de un día de verano.

Aurora era una mujer enamorada de la vida y de la gente. Ahora era una preñada con cambios de humor y muchas hormonas locas. En una tarde fría de otoño se enamoró. Él marinero de corazón, vagabundo de profesión, cantante por vocación. Hombre de la calle que encontró un tesoro y pensó que el dicho ése de “quien lo encuentra se lo queda” no era para él. Empezaron a frecuentar bares, playas otoñales, parques sin hojas, cafés sin azúcar. Una guitarra. Una canción. Un polvo rápido con mucho amor. Y las cartas ya estaban echadas. No hay vuelta atrás. Aurora decidió que no la habría.

En una noche de lluvias torrenciales y vientos tropicales, el marinero zarpó en busca de otro mar más caribeño. Dejando el Mediterráneo, Aurora, y un futuro hijo. No lo pensó dos veces. Ni una. No pensó. Nunca fue lo suyo. Pensar, mejor dejarlo para las mujeres.
Mujer de corazón fuerte. No te derrumbes, pensó. Pero una lágrima recorrió su mejilla izquierda. La secó bruscamente. Juró y perjuró no llorar. No por un marinero sin rumbo fijo y eyaculación precoz.

Hubo cientos de amaneceres. Todos de color gris. Jordi llegó en una mañana negra. En un mes de luz y esperanza. No hubo más amaneceres gris. Ni lágrimas por compasión hormonal. Los días llegaban repletos de amor maternal. Jordi, piel con sabor a mar. Ojos de estrella fugaz.

Un tarde, tras una taza de chocolate y mil bizcochos, Jordi corrió hacia su madre, gritando a pleno pulmón “una cartaaaaaaaaaaaa”. Aurora salió de su vieja y destartalada cocina del barrio Gótico. La abrió. Era su marinero. Explicaba sus miedos y justificaba su cobardía. Anunciando que llegaría en la próxima primavera. Aurora se guardó la carta en el bolsillo de su bata a cuadros. Sonrió a su pequeño y llamó a un cerrajero para que cambiara el cerrojo de la puerta. Le dijo al cerrajero “póngame uno antivagabundos embusteros”.

Una madrugada de primavera sonó el timbre. Escoba en mano Aurora abrió la puerta. Se miraron. Ella no encontró amor. Él vio la escoba y lo entendió. Llegaba unos cuantos años tarde para reclamar el perdón. Ninguna mujer decente perdona que la abandonen preñada y que encima le roben todo el salario. Él dio la vuelta y se marchó. Cabizbajo y mugriento. Ella cerró la puerta. Dejó la escoba. Salió a la terraza y le dio un beso a Jordi y otro a Pedro.

Pedro vendía fruta en el mercado de la Boquería. Era joven y guapo. Todo dulzura y amor. Enamorado desde hacía años de la misma mujer. Esa morena de curvas increíbles que tiempo atrás iba a comprarle acompañada de un vagabundo. Después de muchos melocotones e incontables silencios, Pedro abrió la boca por primera vez. Se encontraron el la plaza George Orwel por casualidad. Él la saludó con una gran sonrisa y la invitó a una taza de café. Ella vestía ojos de loba hambrienta y escote de barra.

Hubo muchos silencios y un paseo lento, sin rumbo previsto, que llegó a su fin en el portal de casa. Subieron las escaleras. Entraron. Se miraron. Él la cogió, la sentó en la mesa, le abrió la piernas y le arrancó las bragas. Ella le bajó la bragueta y empezó a comprobar el material del frutero guapo. La cogió y le dio la vuelta, boca abajo. Le tenía tantas ganas que empezó sin preliminares ni tonterías. Y allí entre su jugo vaginal, su sudor helado, su respiración entrecortada, Aurora volvió a sentirse mujer.

Se despertó con moratones en las ingles y las caderas. Mordiscos en los pezones y los glúteos. Agujetas en los muslos. Pedro dormía profundamente a su lado con una mano agarrándole un pecho. Era cinco años menor que ella. Apenas empezaba a ser un hombre. Pero pensó que ese niño de ojos dulces se la había follado como ningún otro hombre lo había sabido hacer nunca. Y pensó que cinco años arriba, cinco años abajo, poco importaba. Empezaron los desayunos a tres en la terraza. Las cenas en familia. Las noches de sexo. Los partidos de fútbol con papá. Así, desayunando entre melocotones, empezaron una vida en común.



1 comentario:

Unknown dijo...

BUAHHHH QUE BUENO!!!
ME HA ENCANTADO, ZORIONAK!!!!

UHMM A VER A VER SI HAY MÁS...

Vive como si tuvieras que morir mañana, piensa como si nunca tuvieras que morir.
La gente suele preguntar, ¿por qué te dedicas a perder el tiempo? muy simple, no pierdo nada que no sea mío.