lunes, 28 de julio de 2008

El Sudor


Es pasado mañana ya y aún no hemos terminado el día. Ayer, es decir, hoy, ha sido un día extraño. He experimentado las diversas formas de sudor. Me he levantado tarde. Llegaba muy tarde al trabajo. He subido al metro corriendo. Las puertas cerraban a mi paso. Casi me pellizcan el culo. Dentro hacía frío. Yo estaba sudado completamente. Me moría de frío y calor. Piel de gallina. Sobacos húmedos. He llegado al curro y me daba la sensación de que yo solo perfumaba la sala. Un olor de animal. Animal acorralado. Asustado porque sabe que el próximo en entrar al camión que lo lleva al matadero es él. Me he sentado delante del ordenador. Justo cuando estaba a punto de empezar...zassss. Apagón general. Mierda. Hoy llega el mierda de subdirección a revisar los últimos trabajos. Vuelvo a sudar como una bestia. Me estoy muriendo de calor. Me falta el aire. Abro la ventana. Pero es agosto... solo entra el sol.

Al final vuelve la luz. Podemos continuar. Ya está. El mierda lo ha aprobado todo. Podemos relajarnos. Luego, a hora de comer, me voy al bar de abajo. Quiero comerrr. Pero hoy no está la chica morena. Esa que se sienta siempre en la última mesa. Al fondo, al lado de la ventana. Se sienta allí y lee. No responde ni al teléfono. La gente suele girarse para echarle una mirada de desacuerdo. Ella pasa. Sigue leyendo. Pero justo cuando creo que ya no la veo... entra. Pasa por mi lado. Y sin darnos cuenta nuestras miradas se cruzan. Es un segundo eterno. Miradas de fascinación. De esas que te quedas bobo y pareces un niño de cinco años delante de un pastel enorme. Sin que nadie lo vea. Pero pestañeé. Y ella abajó la mirada. Esta vez no se sienta en la mesa de siempre. No puede. Hay un viejo mugriento fumando un puro. Ella se da la vuelta y se sienta delante de mi. No me pide ni permiso ni un simple “te importa?”. Se sienta. Me mira. Se apoya al respaldo y sonríe. Maliciosamente. Empiezo a sudar. Nuevamente. Mierda no. Que ya apesto bastante. La ahuyentaré. Pero no. Decide quedarse. Saca su libro del bolso. Me mira. Abaja la cabeza y empieza a leer. En voz alta. Pero solo la oigo yo. Esta susurrándome poesía. No se como. Solo se que de repente empezamos a hablar. Comentando el libro terminamos saliendo del bar juntos. Llega la hora de decir adiós. Nos damos dos besos. Pero no se como. Una tensión extraña me hace quedarme quieto. Un segundo. No me doy cuenta de que ella también se ha quedado allí hasta que de repente nos besamos.

Vuelvo a sudar. Tengo miedo. Me he hecho una idea ya de ella. No se si quiero saber como es realmente. Pero mientras pienso en eso y en el sudor amargo que me baja por la frente me doy cuenta de que estamos delante de una puerta. Abre. Es su casa. Repleta de retratos. Hombres anónimos. Seguimos andando. El pasillo es interminable. De repente veo una cara que me suena. Soy yo. La miro atónito. Ella me sonríe. Que sonrisa más pícara tiene la niña. Me alarga la mano y la cojo. Entramos en otra habitación. Otro mundo. Lleno de libros. Un colchón al fondo. En el suelo. Sábanas blancas. Como en las películas. La ventana abierta. Entra una brisa marina que me despierta. Me devuelve al mundo. La miro. Me acerco. La cojo de la nuca. La beso. Siento que casi me ahogo. Me vuelvo loco. Empiezo a quitarle la ropa. Se queja de mis arañazos. Paro. Me aprieta contra ella con fuerza. Me ahoga. Me vuelve loco. Me tira hacia atrás. Vuelvo con energía. La cojo. La subo. La penetro. Ahhh... Resuenan sus susurros por las paredes. Estoy sudando. Me muero de calor. Pero no quiero parar. Me agarra. Me da un toque para que vuelva a la tierra. Me doy cuenta de que no estoy soñando. Lo estoy haciendo con la chica del bar. La que siempre se sienta en la última mesa. Al fondo. Junto a la ventana. La que devora libros. Y pasa del móvil. La que me ha mirado. Ella.
Terminamos tumbados en el suelo. El contraste del frío del parquet me hace dar cuenta de que estoy empapado. Y que me muero por dentro. Me pone. La volvería a coger si me quedaran fuerzas. Pero no puedo. Ante todo soy humano. Más veces no podemos hacerlo. Vuelvo a sudar. Me siento como si hubiese ingerido tabasco puro. Estoy ardiendo. La miro... pfff. Voy a morir. Pero la vuelvo a coger.

Llego al curro. Tarde. Tres horas tarde. No tengo excusa. Viene el jefe. Me pregunta si me encuentro bien. Le respondo que no mucho. Por mentir... el ha empezado. Me tiemblan las rodillas. Sudo. Esta vez soy una gallina. Que hubiese ocurrido si le hubiese dicho que me he tirado a una chica morena impresionante. De esas que no hablan porque adoran el silencio. Y que se las ingenian para que sin hablar sepas lo que quieren. Habrían dejado de meterse conmigo por no tener pareja. Pero yo me callo. El jefe se va. Me ha visto muy pájaro y me ha dicho que me tome unos días libres. Me voy.

Llego a casa y no paro de pensar en ella. Me cambio y salgo a correr. Que la mente descante hasta que el cuerpo aguante. Me duele todo. Cuando salgo a la calle el sol pega con todas sus fuerzas. Son las cinco de la tarde de un día de agosto. Me dirijo al puerto. Corro. No pienso. Siento el aire cortarse en mi cara. Mis mejillas van al galope de mis pies. Parece que tenga flanes en la cara. Siento como una gota de sudor empieza a caerme por la frente. La camiseta empapada. Pero no me siento guarro. Eso no es sudor. Son preocupaciones que se desvanecen. Se evaporan. No quedará ni rastro de ellas en cuanto me meta en la ducha. Llego a la orilla del mar. Dios. Cómo puede ser tan relajante. El mar. Un charco de agua salada. Enorme. El agua salada une pueblos. Países. Continentes. No nos separa. Nos une. Podemos cruzarla.

De vuelta a casa. Tengo ganas de llegar. Me meto por unos callejones del Borne. Así llegaré antes. Justo cuando estoy llegando a casa… mierda. Unos chicos con navajas y vete a saber qué más me paran. “Dame la cartera o te rajo”. Imbécil. Vengo de correr. No llevo cartera. Empiezo a sudar. Ellos quieren dinero. Yo no tengo. Me matan. Y si no lo hacen me muero yo del susto. Uno me da un empujón. Le digo que no hacía falta. El otro me coge por la espalda y me aguanta. Empiezan a darme ostias. Puñetazos. Estoy sudando de miedo. Siento como me parten el labio. Me escuece. Pero no puedo pensar mucho en el dolor. Luego me duele el ojo. Se me está hinchando. Perderé el ojo. Me quedaré ciego. Intento no pensar. Estoy en el suelo. Acurrucado. Como el feto que algún día fui. Me dan tantos golpes y patadas que ya no noto nada. Después de la segunda costilla rota soy inmune.

Vuelvo a casa. Arrastrando los pies. Aguantándome las costillas. Intentando no desplomarle. Abro. Me meto en la ducha. Si. Ahora se irá el sudor con sabor a preocupaciones. La sangre. Soy un pringado. Agua fría. Ahhhh… Me siento. No tengo fuerzas. Me cae el agua encima. Estoy desnudo. Indefenso. Ya no sudo. Ahora tiemblo. Me he ido a correr. Me han atracado. Pero no me la quito de la cabeza. Quiero verla. Oler su piel. Huele a bebé. A sal. Arena. A tardes de playa. Quiero verla. Me meto en la cama. Quiero dormir. No puedo. Me levanto. Como algo. No puedo.

Salgo de casa. Me siento poseído. No se a donde voy. Voy a paso ligero. Tengo prisa. No se a donde voy. El pulso se me acelera. No puedo respirar. Me falta el aire. Me ahogo. Sudo. Los ojos se me van. Sigo andando. Siento que mis ojeras se hunden. Se oscurecen. Mis ojos se enrojecen. Las piernas me tiemblan. No aguantaré. Tengo que parar. Estoy delante de una puerta. Poseído. Algo me impulsa a llamar al timbre. No hay nadie. Nadie me abre. No puedo moverme de ahí. Quiero verla. Necesito verla. Necesito terminar el día bien. Siento unos pasos. El cerrojo se mueve. Abren la puerta. Estoy sudando. Y si no quiere verme. Y si me he equivocado de casa. Y si está con otro… Abre la puerta. Me mira. Sus pupilas se dilatan. Doy pena. Asco. Se me acerca. Como si estuviera poseída. Me coge de la cara. Me mira. Me examina. Sus ojos me preguntan. Empiezo a llorar.

Me tumbo en su cama de sábanas blancas. Huelen a ella. Me cura las heridas con un algodón y algo que escuece. Alcohol. Me escuece. Me pica. Me cura. Me da un beso en la frente. Mi anestesia. Me trae un vaso de vino tinto. Me lo bebo de un trago. Me como el bocadillo que me ha preparado. Me sienta bien. Hablamos. Del mundo. Del tiempo. Del sexo de los ángeles. De nada y de todo. Filosofando. Caricia tras caricia. Sale el sol. Se ha quedado dormida en mi pecho. Me agarra. Estoy pillado. Nunca me soltaré. Sale el sol. Es mañana, pero aún es hoy. Hoy es ayer. He sudado. Seguro que aún me quedan formas de sudor por descubrir. Espero que tarden. Por si acaso me compraré un buen desodorante. Apto para apagones, contra barriobajeros, antinervios. El sudor. Me ha llevado hasta ella. No puedo más. Me vence el cansancio. Me duermo.

jueves, 10 de julio de 2008

Amor Libre

Esta noche he tenido un sueño. He soñado con dos mariposas que vivían en cautividad. Dentro de una jaula de cristal. Eran muchas. Todas seguían un orden establecido. Yo las observaba desde el sofá. Fumando un canuto. Cortinas sedosas de humo transparente las envolvían. De pronto entendía su lenguaje. Me miré en el espejo... y no me reconocí. Me había convertido en una mariposa más. Volaba. Sentía que flotaba Sentí cortar el aire con mis alas. Una oleada de placer me invadió. Miré arriba. Podía recorrer todo el mundo volando. De pronto... un pellizco muy fuerte en mi ala izquierda. Me di la vuelta y era un hombre que me había cazado al vuelo. Me metió dentro de la jaula. Con las otras. Me sentí observada. Pero ninguna me dijo nada. Yo las saludé. Entonces volvieron a su ritmo monótono, volando sin dirección, topando con los cristales. Me sentí encerrada. Estaba dentro de una prisión.

A los pocos días de estar allí, segundos de una vida humana, había conocido dos mariposas macho, negras con manchas rojas. Deducí que eran pareja
Cuando alguna mariposa las miraba empezaban a moverse, danzaban, luego supe que así es como cortejan las mariposas. Me invitaron a sus fiestas, a sus casas o mejor dicho a sus capullos. Yo que siempre había creído que dormían pegadas a las paredes, con las alas cerradas... me introduje en sus vidas y en las de los suyos. Me acogieron. Me sentía bien. Pero cautiva.

Un día me crucé con una mariposa muy grande, muy fea, de esas que solo salen por la noche, que parece que estén llenas de polvo. Empezó a gritarme. Sabía mi nombre. Me paré. Me di la vuelta. Era tres veces yo. Sentí miedo. Se presentó y me explicó que era un revolucionario. Luego pude comprobar que era cierto. Luchaba sin cesar por la igualdad. Gritaba a los tres vientos “Amor libre”. Se me hizo muy extraño. Decía muchas cosas. Un día me dijo que estábamos encerrados para siempre, pero solo nos sentiríamos encerrados si nosotros lo permitíamos; me dijo que no hay nada más triste que esconderse de uno mismo; que ya que ninguno de nosotros había escogido estar allí dentro, ya que teníamos que soportarnos, ya que nuestro papel era solo representar un show, un espectáculo sucedáneo de la verdadera naturaleza, que no tenía sentido seguir mintiendo, viviendo entre mentiras; que si el único motivo que diferenciaba a las parejas alternativas de las de macho y hembra era la reproducción qué coño importaba eso ya, las parejas no-alternativas tenían sus trucos para burlar a la madre naturaleza. Entonces comprendí que estaba en lo cierto. Aunque lo de que las pariposas también utilizaran la marcha atrás me dejó un poco fuera de juego.

Le presenté a mis colegas. Todos eran distintos. Había parejas hechas de macho y macho. De hembra y hembra. De hembra no nacida hembra con macho no nacido macho. De los mismos colores. De distintas especies. De diferentes edades. Solteros. Casadas sin amor. Amantes suicidas. Lolitas quinceañeras... la lista era interminable. La mariposa polvorienta les habló claro. Les dijo que entre todos podíamos cambiar el mundo. Podíamos salir a la calle y luchar. Seguir adelante. Plantar cara a los que nos reten. A los que se ríen. A los que no entienden, explicar. No escondernos. Vivir el amor libre. Entonces me dijo que les explicara el funcionamiento de la jaula, pues yo había sido humana y sabía como se habría y como se cerraba. Les dije que estábamos cerradas, pero no encerradas. Solo teníamos que empujar la tapa y podríamos salir. Uno saltó y dijo que nosotros no teníamos fuerza física para hacerlo. Yo le respondí que una sola no, pero miles y miles si. Nos pusimos todas aglutinadas. Apretadas. Empujamos. Empujamos. Y empujamos... un soplo de aire fresco nos dio en la cara... sentí el frescor, su aroma... llené mis pequeños pulmones y continué empujando.

De pronto note como me convertía de nuevo. Volví a ser humana. Un montón de mariposas me rodearon. Las entendía. Me dijeron que se iban a realizar su sueño. Cuando las vi alejarse y grité “Amor libre” se detuvieron todas a la vez y se volvieron hacia mi. Deseé ser una mariposa de nuevo... pero llegó la vigilia y con ella el despertador. Un sueño mágico. Lleno de fuerza y esperanza. Era una señal de que el mundo algún día cambiaría. Una utopía quizás... pero yo lo vi en mis sueños. Y creo en mis sueños.

lunes, 7 de julio de 2008

La Gota

Érase una vez ...

Hace mucho, mucho, mucho tiempo... una gota de agua que soñaba con ser pintura. Las nubes se burlaban a su paso. El sol sintió tristeza y estuvo unos días sin aparecer. Los Dioses le prohibieron iluminarla con sus rayos, porque podría surgir un arco iris y la pobre gota sabría, durante unos instantes, que es ser de color.

Muchos se preguntaban porqué una gota, fresca y joven, con tanto que ofrecer al mundo y a la vida, quería ser pintura. Ella ansiaba hacer realidad su sueño. Quería dar color al mundo. Dar luz. Ser fruto de una pincelada de amor. Un arrebato de pasión bohemia y estridente. Sentir el calor del papel o la tela. Pero a la vez un dolor profundo se apoderaba de ella al desear dejar de ser ella misma. Un dolor en lo profundo de ella. Se quedaba casi seca. La humedad la abandonaba. El miedo a desaparecer la atormentaba. Pero tenía un sueño. Un sueño imposible.

Una mañana de primavera, cuando los pájaros silban y la brisa aún es fresca, un joven pintor se aposentó en medio de una valle. Entre insectos, garrapatas y pulgas. En medio del verde más verde. Las mariposas celebraban el festejo. Las abejas devoraban el polen de las lilas. Esencias y perfumes. El corazón de la primavera.

El joven artista estaba deseoso de empezar una nueva obra. Se sentía ahogado en la ciudad. Salió esa mañana en busca de evasión e inspiración. En busca de la libertad. Donde todos los sentidos se vuelven locos de tantos perfumes y esencias. En busca de un lugar perfecto. Un lugar donde poder sentir. Y allí en medio del valle decidió quedarse. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Ese era el lugar.

Llevaba ya varios minutos de espera. Sentado. Pincel en mano. Mirando fijamente al cielo. Decidió que si la inspiración no venía... el la encontraría. Hundió su pincel en la pintura. Violeta. Espesa y brillante. Y dio un brochazo gordo y largo. Lo mismo hizo con el verde, el amarillo, el azul, el rojo... innumerables colores se mezclaron. Él, insatisfecho, miró al cielo como esperando la salvación. Una respuesta a sus plegarias.

El sol decidió hacer algo. Habló con las nubes y planearon una dulce lluvia de primavera. Con sol. Un Trueno sonó. Un relámpago cruzó el cielo. Y... los dioses ordenaron que la primera gota en caer fuera ella. Saltó desde lo alto. Con sentimiento extraño. Las dudas la asaltaron. El corazón extasiado. La alegría de conseguir un sueño. Cayó en medio de la pintura. A su paso dejó un riachuelo de colores. Sintió como se mezclaba entre los colores sin dejar de ser agua. Era agua y pintura a la vez. Después de ella vinieron muchas, pero ninguna sintió lo mismo.

El joven pintor miró su obra. Atónito. Enloquecido saltó del taburete y empezó a chillar de alegría. Como un poseso. Gritando al cielo. Dando las gracias por semejante obra de arte.
Era la mejor pintura del mundo. Nunca en la vida se había visto algo igual. Ese cuadro fue la obra estrella de toda una colección llamada “Lluvia de colores”. El autor nunca lo vendió. Lo expuso en un museo para que todo el mundo pudiese apreciar la locura de la primavera. En su lecho de muerte escribió “en esta vida hay que ir en busca de los sueños, porque no vienen solos. Pero al final ellos nos sorprenden. Aparecen de la forma más inesperada y nos envuelven con su magia”

Voll Dam

Llevábamos días sin ver el sol. Barcelona había adquirido un aire parisino húmedo. Las calles olían a hojas podridas. A barro fresco. A tardes de otoño en pleno junio. San Juan estaba al caer. Y Neus aún no había sentido la primavera. El estallar de las margaritas. Salía del trabajo a las siete. Con sed de Voll Dam. Con hambre de sonrisas sinceras y chistes malos. De camino a casa Roser la llamó. Quedaron en un bar del Raval. Mugriento y viejo. Mesas de mármol barato con manchas de vino rojo. Anna las esperaba en una mesa del fondo. Dónde casi no daba la luz. Mujer de buen vino y paladar para todo tipo de alcohol. Los labios morados y los dientes manchados de vino de mesa. Roser se sentó y empezó a contar un sueño sicótico que tuvo la noche anterior. Neus un poco ausente, levantó la mano y le pidió al camarero una Voll Dam muy fría. Roser pidió lo mismo sin tanta intensidad.

Neus miró a fuera. Una luz amarilla resplandecía en los charcos. Pensó que no podía llegar el verano sin antes llegar la primavera. Añorando los días soleados y el calor humano, se levantó. Sin decir palabra. Justo antes de salir a la calle, el camarero puso la banda sonora de Amelie. Con una sonrisa incrédula y dos hoyitos en las mejillas miró al camarero como si compartieran un secreto muy íntimo. Dos cómplices fortuitos. Con aire de alegría melancólica y un gusanillo en la tripa salió a la calle. Miró al cielo. Cerró los ojos. Inhaló aire. Llenando sus pulmones. Y suspiró lentamente. Abrió los ojos. Una brisa de aire fresco se llevaba el olor a hojas podridas y trajo aire de primavera. El sol inundó las calles del Raval. Barcelona dejó de ser la sombra triste de un París olvidado y empezó a brillar con todo su esplendor.

Neus pensó que san Juan estaba al caer y con él los veinticinco años. No quería una gran fiesta. Sólo una cena entre amigos. Celebrando el primer cuarto de siglo vivido primavera tras primavera. Volvió a entrar. La música seguía sonando. El camarero la miraba con una complicidad desconocida mientras secaba los vasos. Se cruzaron una sonrisa. Neus se sentó a la mesa con Roser y Anna. Y les dijo “suena Amelie y ha llegado la primavera”. Ellas se miraron sin entender nada. Pensaron que era ya pleno verano, pero mejor no decir nada, Neus estaba en otro mundo. En otra dimensión. Cuando se terminó la Voll Dam, se lió un cigarrillo con mucha calma. Y el ruido del golpe de una Voll Dam en la mesa la devolvió a la tierra. Era el camarero que la invitaba a otra ronda. Dejando una servilleta de papel y un número de teléfono anotado. Firmado por Miquel.

Llegaron a casa. Encendieron la radio. Sonaba de nuevo Amelie. Neus sonrió y se encogió de hombros. Salió al balcón. Y vio que su margarita había florido. Eran casi las doce de la noche. No había mosquitos. No hacía frío. Solo una mariposas diurnas un poco confundidas por el cambio de tiempo que se habían quedado rezagadas y disfrutaban de su primera noche de primavera. Neus se fue a la cama a dormir. Despertó en una mañana soleada. Era la víspera de san Juan. Veinticinco años en los bolsillos. Un billete de ida y vuelta sin fecha de caducidad, sin destino prefijado. Y una maleta vacía. Roser estaba en la cocina, Anna había preparado café. La felicitaron. Y ella sólo dijo “la vida empieza hoy”. De repente el ruido del timbre la despiertó. Todo había sido un sueño al compás de un acordeón y un piano. Era la portera preguntando si teníamos humedades en el baño. Neus respondió con un no seco. Cerró la puerta. Salió al Balcón. Vio su margarita florida y unas mariposas diurnas muertas en el suelo. Se dio la vuelta y un soplo de aire fresco le acarició la nuca. Se dio la vuelta y una servilleta de papel cayó a sus pies. Se agachó. La desdobló. 620082324 Miquel. Cogió el teléfono y llamó.

Desayunando entre melocotones


Se despertó en un día extraño e impar. El sol decidió salir muy poquito a poquito. Una luz grisácea iluminaba Barcelona. Sus habitantes medio moribundos con las lagañas pegadas a los ojos y con las marcas de las sábanas en las mejillas se disponían a empezar un nuevo día. Ella que decidió ser madre por amor y no por miedo a quedarse sola, se dio cuenta que la maternidad llegó cuando el amor hacia las maletas.

La naturaleza, pensó, es extraña. Quiere que nos reproduzcamos a toda costa. No importa el precio a pagar. La fémina que se joda. Vino al mundo a sufrir y parir. El macho, a joder, que vino al mundo a dejar huella. Cogió un melocotón y lo mordió. Sintió en su vientre un pinchazo agudo. El bebé. Sabe de antemano la clase de vida que le espera ahí fuera. Lo acarició con dulzura. Se calmó. Volvió a mirar el cielo. Ese gris blanco que ciega los ojos, las esperanzas y las alegrías típicas de un día de verano.

Aurora era una mujer enamorada de la vida y de la gente. Ahora era una preñada con cambios de humor y muchas hormonas locas. En una tarde fría de otoño se enamoró. Él marinero de corazón, vagabundo de profesión, cantante por vocación. Hombre de la calle que encontró un tesoro y pensó que el dicho ése de “quien lo encuentra se lo queda” no era para él. Empezaron a frecuentar bares, playas otoñales, parques sin hojas, cafés sin azúcar. Una guitarra. Una canción. Un polvo rápido con mucho amor. Y las cartas ya estaban echadas. No hay vuelta atrás. Aurora decidió que no la habría.

En una noche de lluvias torrenciales y vientos tropicales, el marinero zarpó en busca de otro mar más caribeño. Dejando el Mediterráneo, Aurora, y un futuro hijo. No lo pensó dos veces. Ni una. No pensó. Nunca fue lo suyo. Pensar, mejor dejarlo para las mujeres.
Mujer de corazón fuerte. No te derrumbes, pensó. Pero una lágrima recorrió su mejilla izquierda. La secó bruscamente. Juró y perjuró no llorar. No por un marinero sin rumbo fijo y eyaculación precoz.

Hubo cientos de amaneceres. Todos de color gris. Jordi llegó en una mañana negra. En un mes de luz y esperanza. No hubo más amaneceres gris. Ni lágrimas por compasión hormonal. Los días llegaban repletos de amor maternal. Jordi, piel con sabor a mar. Ojos de estrella fugaz.

Un tarde, tras una taza de chocolate y mil bizcochos, Jordi corrió hacia su madre, gritando a pleno pulmón “una cartaaaaaaaaaaaa”. Aurora salió de su vieja y destartalada cocina del barrio Gótico. La abrió. Era su marinero. Explicaba sus miedos y justificaba su cobardía. Anunciando que llegaría en la próxima primavera. Aurora se guardó la carta en el bolsillo de su bata a cuadros. Sonrió a su pequeño y llamó a un cerrajero para que cambiara el cerrojo de la puerta. Le dijo al cerrajero “póngame uno antivagabundos embusteros”.

Una madrugada de primavera sonó el timbre. Escoba en mano Aurora abrió la puerta. Se miraron. Ella no encontró amor. Él vio la escoba y lo entendió. Llegaba unos cuantos años tarde para reclamar el perdón. Ninguna mujer decente perdona que la abandonen preñada y que encima le roben todo el salario. Él dio la vuelta y se marchó. Cabizbajo y mugriento. Ella cerró la puerta. Dejó la escoba. Salió a la terraza y le dio un beso a Jordi y otro a Pedro.

Pedro vendía fruta en el mercado de la Boquería. Era joven y guapo. Todo dulzura y amor. Enamorado desde hacía años de la misma mujer. Esa morena de curvas increíbles que tiempo atrás iba a comprarle acompañada de un vagabundo. Después de muchos melocotones e incontables silencios, Pedro abrió la boca por primera vez. Se encontraron el la plaza George Orwel por casualidad. Él la saludó con una gran sonrisa y la invitó a una taza de café. Ella vestía ojos de loba hambrienta y escote de barra.

Hubo muchos silencios y un paseo lento, sin rumbo previsto, que llegó a su fin en el portal de casa. Subieron las escaleras. Entraron. Se miraron. Él la cogió, la sentó en la mesa, le abrió la piernas y le arrancó las bragas. Ella le bajó la bragueta y empezó a comprobar el material del frutero guapo. La cogió y le dio la vuelta, boca abajo. Le tenía tantas ganas que empezó sin preliminares ni tonterías. Y allí entre su jugo vaginal, su sudor helado, su respiración entrecortada, Aurora volvió a sentirse mujer.

Se despertó con moratones en las ingles y las caderas. Mordiscos en los pezones y los glúteos. Agujetas en los muslos. Pedro dormía profundamente a su lado con una mano agarrándole un pecho. Era cinco años menor que ella. Apenas empezaba a ser un hombre. Pero pensó que ese niño de ojos dulces se la había follado como ningún otro hombre lo había sabido hacer nunca. Y pensó que cinco años arriba, cinco años abajo, poco importaba. Empezaron los desayunos a tres en la terraza. Las cenas en familia. Las noches de sexo. Los partidos de fútbol con papá. Así, desayunando entre melocotones, empezaron una vida en común.



Vive como si tuvieras que morir mañana, piensa como si nunca tuvieras que morir.
La gente suele preguntar, ¿por qué te dedicas a perder el tiempo? muy simple, no pierdo nada que no sea mío.