sábado, 30 de agosto de 2008

Luz


Era invierno. Barrio Gótico de Barcelona. En una tienda de tatuajes. Luz quería un tatuaje, una mariposa. Quería un símbolo para recordar su viaje a Barcelona, la ciudad dónde aprendió a vivir y sentir. Muchos le decían que un tatuaje es para toda la vida. Y ella asentía y respondía que quería una marca que durara toda la vida, y así cada vez que se mirara al espejo recordaría las huellas de su pasado que le dieron la fuerzas para un futuro incierto y sorpresas de un presente suculentamente indecente.

No podía encontrar palabras para expresar lo que había vivido en tan poco tiempo y tan rápido. Su vida ya nunca volvería a ser lo mismo. Ya no vestía Chanel ni moría por Prada. Ahora el mercadillo de los sábados era su boutique preferida. Cambió el champán por la cerveza de dos euros. Los tacones por las chanclas cutres. Era una más del barrio. Los que la habían atracado en un inicio ahora eran sus colegas de barra.

Era una chica pija y con dinero de papá. Vino de México a la gran ciudad. Morena de piel y ojos pardos. Ahora sentía el dolor de la aguja. Sentía como le pinchaba la piel y le salía sangre. Como iba adquiriendo forma de mariposa. Sentía en su nuca la respiración aguda del tatuador. Fumador de Ducados. Pulmones chamuscados. Él le preguntó por qué un tatuaje en la nuca. Ella un “¿y por qué no?”. El olor a sangre la mareó un poco. Cerró los ojos y se concentró. Recordó cuando empezó a vivir por sí misma.

Era a principios de otoño y en Barcelona llovía mucho y a menudo. De vuelta a su modesto loft del Gótico un indigente le pidió un cigarrillo. Era un italiano que compartía cartón con un chucho peludo y polvoroso. Lleno de tatuajes de una época mejor y una sonrisa casi sin dientes que delataba su adicción a la heroína. Ella le dio el cigarrillo. Y de repente dos punkys los asaltaron. A ella le robaron todo. Desde el reloj hasta las bragas. Al vagabundo le propinaron cuatro patadas que lo dejaron tirado en el suelo. Luz sangraba y se revolvía por el suelo húmedo del Gótico. Se despertó en una casa abandonada. Ocupada por indigentes adictos a todo menos al trabajo. La habían vestido. Le curaron las heridas. Y la habían arropado con mantas roñosas. Ni rastro de Chanel y Prada.

Cuando se levantó vio su reflejo en ellos. Sabían que ella no era una de ellos, pero le dieron cuanto tenían. No llegó ha preguntar cómo. Simplemente cada uno habló y explicó su patética e insignificante historia. Pero esas historias eran tan fuertes que Luz cayó en picado de su nube y se dio cuenta por primera vez que en la vida que no todo el mundo ha tenido suerte. Volvió a casa acompañada por el vagabundo italiano. Le dijo que si necesitaba algo ellos todas las noches duermen allí, en su refugio. Ella asintió y se despidió con un beso en la mejilla. Solo unas pocas horas antes del atraco, se habría lavado la boca con lejía si le hubiese dado un beso a un vagabundo. Pero ahora ya no. Ella era vagabunda por un día.

Buscó trabajo en un bar del barrio. El Oviso. Las camisetas manchadas habían sustituido las blusas de Ralph Lauren. Devolvió una y otra vez el dinero que su padre le iba mandando cada mes. El pobre no entendía nada. Ella le decía que necesitaba valerse por sí sola. Una tarde en el Oviso, al terminar su turno, se tomó unas cervecitas. A su lado había una chica de pelo negro y piel blanca tatuada. Llena de piercings. De ojos grandes y sonrisa pícara. Laura. Se convirtió en su amiga. Primero se encontraban de copas. Luego quedaban para ir de copas. Al final, pasaban días enteros juntas.

Luz empezó a salir con un compañero suyo. Un venezolano de acento dulce y mirada falsa. Tras varios meses de relación apasionante. Sexo desenfrenado. Alcohol y promesas hipócritas se lo encontró un día en el Oviso con una guiri pelirroja de muchas pecas y pocas tetas. Cuando Luz vio a su querido venezolano inmerso en ese mar de besos irlandeses y manos insaciables, el mundo se derrumbó. Se fue a casa de Laura a llorar. A maldecirle. A jurar y perjurar que nunca más volverían a engañarla.

Cinco semanas más tarde, conoció a Robert. Un suizo bohemio que decía ser pintor. Rubio y con acento francés. Un galán de ensueño. Cenas en el tejado de casa a la luz de las velas. Desayunos con croissants y café au lait. Tres inolvidables meses que terminaron cuando empezó una insoportable pesadilla. Robert era adicto a la coca. Se había hecho una copia de la tarjeta de crédito de Luz y había estado sacando dinero desde la primera semana. No era pintor. Era estafador, drogadicto y putero. Debía dinero a gente de mala calaña y mucho. Luz volvió a casa y se encontró con los restos de un campo de batalla y a su amor moribundo en el suelo. Desangrándose. Se habían cobrado la deuda. No había televisor, ni portátil, ni cámara de fotos, ni microondas, ni su antigua ropa de marca.

En el hospital, mientras Robert se debatía entre la vida y la muerte, Luz se debatía entre matarlo o llorar por él. Laura apareció. Y se llevó a su amiga. Luz dejó el piso y se mudo a casa de Laura. Tras una fuerte depresión y cierto odio a los suizos guapos, Luz volvió a no esperar siempre lo peor de la gente. Laura le decía que tenía que tener más cuidado. Que no todos los progres son progres. Hay quien es maleante. Y hay quien es pijo, se disfrazada y juega a ser moderno, pero tiene las espaldas cubiertas. Laura conocía los orígenes de Luz y comprendía que aún estaba aprendiendo a vivir. Ella, en cambio, aprendió desde niña. Su padre nunca estaba en casa, era camionero. Un padre modelo, al que quería con locura. Murió en un accidente de tráfico. Su madre peluquera de toda la vida. Mujer que enloqueció y terminó suicidándose con un bote de calmantes. Dejó una nota diciendo “Querida hija, siento no ser la madre fuerte y sonriente que mereces. Pero la vida es demasiado dura para vivirla sin anestesia. A mis cincuenta años me he hecho alcohólica y lloro por unos brazos que no volverán a abrazarme nuca más. Perdóname. Se fuerte. Te quiero. Mamá.” Luz encontró la nota en un cajón de la habitación de Laura. Nunca preguntó nada.

Llegó el primer verano en Barcelona y con él las salidas por el Bahía, el Oviso, el Mariachi. Los días de sol en la Mar Bella con Laura. Desnudas. Tostándose. Picnics improvisados de los domingos. El Moog, el Fellini, la Razzmatazz. Las risas de ron. Los fines de semana fugaces a Madrid, Granada, Bilbao. Una escapa a Ámsterdam con muchas drogas y pocos recuerdos. Pocos amores. Muchos encuentros sexuales en los baños de algún bar cutre. Y los fugaces polvos vacíos que para limpiar telarañas ya iban bien.

Largas tardes de calor pegajoso junto al ventilador. Tendidas en la cama de Laura. Confidencias de otras vidas. Secretos compartidos. Luz llegó a casa de trabajar. Eran las ocho de la tarde. Laura iba desnuda por casa. Su piel blanca ahora era dorada. Un mojito muy cargado y un silencio cómodo. Se miraron y se dieron las buenas noches. Luz se fue a su habitación. Se desnudó. Hacía demasiado calor como para dormir en pijama. Laura entró y le dijo que no quería dormir sola. Luz sonrió. Cuando entró en la habitación de Laura no podía respirar. El corazón le latía tan fuerte que parecía que iba a salírsele del pecho. Se tumbaron en la cama de noventa de Laura. Se miraron. Se besaron. Los juegos de manos empezaron. Los mordiscos y gemidos no cesaron. Llegó el primer multiorgasmo de Luz proporcionado por un consolador a pilas recargables, y una rumba de fondo. Nunca había tocado un cuerpo de mujer que no fuera el suyo. No necesitó instrucciones. Se dejó llevar. Nunca antes la habían tocado así. Cuerpos con sabor a Ginebra y Ron. Dulce licor que libera tensiones. Laura... de piel blanca y tatuajes. Que linda eres.

Al día siguiente se despertó, pero Laura ya se había ido a trabajar. No se verían hasta la noche, cuando Luz terminaría el turno en el Oviso. Mil y un pensamientos contradictorios pasaron por su cabeza. Se fue al baño a mojarse la cara. Cada vez que pensaba en la noche anterior un escalofrío de sudor ardiente le recorría el cuerpo. Después del trabajo dio una vuelta. No llegó a casa hasta las doce de la noche. Entró sin hacer ruido. Una luz tenue iluminaba el comedor. No había nadie. De repente sintió en su nuca la respiración entrecortada de Laura. Sin darse cuenta estaban en el suelo haciéndolo de nuevo. Entre gemidos y orgasmos se hicieron las siete de la mañana. Y Laura tuvo que ir a trabajar. Fue el mejor verano de su vida. El amor de su vida. Sabía que no se puede sentir eso dos veces. Lo sabían. Y lo vivieron sin temor.

Un mediodía de otoño llamaron al Oviso. Era para Luz. Laura estaba en el hospital de San Pau. Se había desmallado en el trabajo. Cunado llegó allí Laura respiraba a través de una mascarilla. Estaba más blanca de lo habitual. Llegó el médico y habló con Luz. Laura tenía cáncer de ovarios. Estaba muy extendido. Pero probarían con la quimioterapia. Porque era aún muy joven y fuerte.

Pasó el otoño. Llegó la Navidad. Fin de Año. Reyes. Laura había adelgazado mucho. Nada de lo que comía le sentaba bien. Sus negros cabellos se habían evaporado y con ellos los días felices. Una fría mañana de febrero despertó a Luz. La cogió de la mano. Y le dijo “Estoy cansada. Te quiero” cerró los ojos y se durmió para siempre. Luz creyó morir. Lo mejor de su vida se había ido. Laura fue incinerada. Luz hizo un viaje fortuito a las Islas Aran, en Irlanda. Y allí desde lo alto de los acantilados vio las olas fuertes e insistentes queriendo subir arriba. Pero nunca lo lograban. Solo a medias. Un paisaje único. Naturaleza salvaje. Resistente al paso del tiempo. Como Laura. Y esparció sus cenizas en el mar. “Espérame cielo. Volveremos a estar juntas”.

Luz decidió volver a México. Con la vida fácil. Los vestidos de Chanel. Y un futuro marido hijo de un millonario propietario de una multinacional tabaquera. Se casaron. Nadie preguntó por la vida de Barcelona. Su padre escogió el marido y cerro trato con el consuegro. Los días eran tristes y las noches una pesadilla. Su marido le preguntó por el tatuaje de la nuca. Una mariposa. Ella le acariciaba el pene y se terminaban la preguntas incómodas. Evitando recordar. Hay heridas que no se curan.

Pasaron los años. Luz era una esposa ejemplar. Madre de dos niños bien. Propietaria de un imperio. Dueña de nada. Con muchas pesadillas y pocos sueños. Un marido guapo que cada noche olía a un perfume distinto. Pero no lo culpaba. Ella no le daba el amor que él pedía a gritos. Nunca lo amó. Ni lo intentó. De hecho aborrecía a todos los hombres en general y a ninguno en particular. Su marido era un niño caprichoso y golfo. Ella una putera lesbiana que pagaba a cambio de amor sucedáneo.

Volvió a Barcelona. A la plaza del Tripi. El Oviso había cerrado hacía mucho. Y el Bahía. Y tantos otros. Ahora una nueva generación ocupaba las calles del Gótico. Con distintos atuendos y mismas drogas. Mismos problemas. Luz tenía ya cincuenta años. Era aún una morena muy atractiva de ojos pardos. Sin corazón y sin ganas de vivir. Sólo era una mujer de mediana edad con una mariposa tatuada en la nuca, y las llaves de un apartamento en el Gótico. Herencia de una tal Laura. De Barcelona se fue a Irlanda. Cruzó el país hasta llegar a las Islas Aran. Caminó durante seis horas cuesta arriba hasta llegar a los acantilados. Donde la esperaban la olas del Atlántico. Fuertes y testarudas. Se acordó del sabor a Ron de Laura. Y tras una botella de Ginebra oyó a Laura. La llamaba. Se desnudó. Se tiró a su encuentro.

En los diarios irlandeses se hablaba de una mujer mexicana que se había suicidado. Dijeron que era esquizofrénica. Que estaba drogada. Que tenía una gran depresión. Otros apuntaron a un simple resbalón. Su cuerpo fue devuelto a México. Su marido le hizo un entierro digno. Lloró cada noche de su patética vida. Por un amor que nunca consiguió. Por esa bella mujer que lo rechazaba en silencio. Que hablaba con una tal Laura en sueños. Descubrió su diario. Lo leyó. Lo quemó. Exhumó el cuerpo de su esposa y lo incineró.

Viajó hasta las Islas Aran. Caminó más de seis horas cuesta arriba. Y cuando llegó a los acantilados. La liberó. Volvió a casa. Y tras una dulce ducha nocturna, resbaló y murió a sus sesenta años. Dejando tras de sí una gran herencia a dos hijos mal criados.

1 comentario:

Rosersl dijo...

si... recordo el vagabundo. La pròxima vegada que me dixe convèncer fàcilment per tu per anar a l'Oviso me fixaré en tots los detalls a vore si puc reconéixer algun dels teus personatges reals ficcionats ;-)

Molt bon escrit; bona trama i ben encaixades les peces. Endavant!

Vive como si tuvieras que morir mañana, piensa como si nunca tuvieras que morir.
La gente suele preguntar, ¿por qué te dedicas a perder el tiempo? muy simple, no pierdo nada que no sea mío.